La voz es el sello distintivo del diario fílmico, la que guía al espectador a través de las imágenes mientras añade una nueva capa, una serie de matices, sobre aquello que vemos. Ahí está la voz de Jonas Mekas, entre la alameda que hay bajo la ventana de su apartamento y los campos de color verde pálido de su Lituania natal, y la voz de Elías León Siminiani, que escruta su propia vida con la misma precisión con la que discute los mecanismos narrativos a su disposición. O la de Johann Van der Keuken, mientras realiza unas anotaciones sobre unas imágenes del pasado con la complicidad que otorga conocer lo que sucederá. En The Juan Bushwick Diaries, la voz que más se escucha es la de su director, David Gutiérrez, compartiendo desde México, en una conversación a través de Skype, algunas de sus impresiones sobre el proyecto. Una película, a caballo entre el falso documental y el diario fílmico, cuya génesis le ha llevado tres años y que, como él mismo reconoce, tenía que hacer de esa manera, sencilla y prácticamente artesanal, pues de otra forma no habría contado con el presupuesto necesario. Eso no implica que su película se abone al cine low cost, para David «una etiqueta más que una realidad, que sinceramente no me interesa», pero sí que intente arrojar una mirada sobre un género que de un tiempo a esta parte ha tomado cuerpo en nuestro cine. Algo que su director reconoce, mientras hablamos de la importancia del público, de los nuevos canales y de las alternativas de distribución cinematográfica así como de las sensaciones positivas que ha recogido a su paso por los festivales.
Juan Bushwick comparte con su creador el oficio de cineasta, en este caso, emigrado de Nueva York a Barcelona, donde se desarrolla casi toda la historia. Un relato que, en palabras de su director, juega con «la percepción de lo falso y lo real, de la verdad y la mentira». Un juego, sí, pues los numerosos formatos y medios que utiliza para componer la historia pasaron por varias manos. Por un lado, las de su realizador, David Gutiérrez, que pasea la cámara por los diferentes lugares de la ciudad mientras captura sus detalles, texturas, paisajes y ritmos, en apariencia anodinos pero que una vez unidos cuajan en la búsqueda que emprende su protagonista. Por el otro, las de Barry Paulson, el actor que interpreta a Bushwick. A este respecto, David explica cómo le pidió a su actor si podía grabarse durante la fiesta de fin de año para a continuación integrarlo dentro de la película. «Le pregunté si tenía algún plan para esa noche, le di algunas orientaciones sobre cómo tenía que estar su personaje y le pedí que se grabase».
Esa relación tan estrecha entre director y personaje invita a imaginar hasta qué punto se involucra el primero en la narración del segundo. No en vano, el recurso de la voz en off de Bushwick, que tiene su parte de importancia frente a los discursos a cámara, parece una manera de distinguir entre el lugar del actor y el del cineasta. Sin embargo, para David «la voz en The Juan Bushwick Diaries no tiene el grado de importancia que puede tener en el cine de Ross McElwee», aunque esa relación entre ambos sí deje entrever, como él mismo apunta, los diferentes niveles de autoanálisis de la película. De hecho, al preguntarle por el método de trabajo, explica que a pesar de la teórica libertad que imprimían los condicionantes del proyecto, no por ello dejó de contar con una historia escrita y trabajada que le servía como punto de partida. Lo interesante es cómo la naturalidad que trasladan sus personajes invita a pensar en episodios de su propia biografía que ha injertado en la ficción, pero, como también reconoce, «en la idea, que me gusta mucho, de una ficción que pueda convertirse en realidad».
Como si se tratase de un mecano que ensambla sus partes a medida que avanza su historia, The Juan Bushwick Diaries arranca con una serie de imágenes tomadas de aquí y de allá, escenas de la vida cotidiana, en las que tan pronto aparece una conferencia de Enrique Vila-Matas en la biblioteca como la visita que hace el protagonista al taller de la fotógrafa Cristina Núñez. Lo que en un principio podrían parecer pequeños pedacitos que liberan a la vida de Bushwick del tedio de la rutina y la falta de empaque de sus vivencias diarias, su director lo reconduce hacia una exploración de la creación artística que ilustrará el proceso emprendido por su criatura. Así, Vila-Matas narra una anécdota en la que cuenta cómo, a pasear de rastrear cada una de sus obras, su traductor francés no conseguía dar con una cita de Valéry que, afirma, realmente había inventado a partir de la original. En cambio, Núñez introduce a Juan en su técnica del autorretrato y le explica el valor terapéutico, incluso redentor, que ha tenido ese procedimiento creativo en su vida. Ambos, escritor y fotógrafa, aportan las claves en las que se mueve el discurso del director catalán: el juego y la composición, el coqueteo entre la naturalidad y su falsificación, y ese valor personal, casi identificativo, que hallamos en el arte y que utilizamos para definirnos a través de él. Dos visiones aparentemente distanciadas que, sin embargo, encuentran su lugar en la búsqueda intermitente de una realidad que emprende Bushwick.
Interrumpida, sí, porque en un punto de la historia Juan cambiará esos paisajes vacíos que captura en las fachadas de los edificios o en las aglomeraciones callejeras por el rostro de Andrea. En ese instante, el falso documental cede parte de su protagonismo al diario íntimo (aunque su director reconozca que no se queda con ninguno de los dos géneros, como si se tratasen de líneas paralelas que conducen a su película). Juan descubre en Andrea no solo una oportunidad sentimental, también ese lienzo sobre el que grabar el itinerario vital que caza su cámara. Es en esos momentos donde The Juan Bushwick Diaries se esfuerza por transmitir una sencillez como si estuviese desgajada de cualquier momento nuestro cotidiano. A ello contribuye también el personaje que interpreta Pol Ponsarnau («de quien tengo el honor de tener como amigo en la vida real», dirá David), entre conversaciones en vivo o por videoconferencia, una especie de cómplice natural de Juan Bushwick que le orienta mientras recompone los fragmentos de su existencia.
La vida con Andrea dispara la película hacia esos sentimientos que el rostro de Juan no conseguía plasmar durante la sesión fotográfica con Cristina Núñez. Así, entre el vaivén de la cámara y el éxtasis de su protagonista, el filme se deja llevar por esa felicidad clavada sobre cada imagen, cada segundo de grabación y cada escena. Pero, también, como asiente su director, empezamos a observar cómo la felicidad de Bushwick se apalanca sobre todo aquello que filma en lugar de sobre aquello que vive, como si el enamoramiento se produjese con la imagen de Andrea, en vez de con la propia Andrea. Una idea que Gutiérrez apuntala en una de las últimas escenas con su actriz, cuando Bushwick es incapaz de cumplir su trato de no filmarla y aprovecha un descuido para sacar las que, a la postre, serán las imágenes finales que tendremos tanto de ella como de cualquier otra persona durante la película. Uno podría fantasear con esa imagen de La jetée en la que, por un momento, creemos advertir movimiento, de la misma manera que Juan vuelve una y otra vez sobre la imagen filmada de Andrea con ese sentimiento de querer que cada vez sea como la primera vez, como ese flechazo, éxtasis, impacto o misterio que revela todo aquello que aún no nos pertenece y a lo que tampoco pertenecemos. Esa naturalidad no impostada que se pierde a medida que se encuentra un método, lo que tanto puede servir para referir al cine como a la misma vida.
The Juan Bushwick Diaries narra, sobre todo, la búsqueda de una belleza siempre fugaz y fugitiva, también de una verdad y una realidad. Preguntado por esa conclusión en la que su protagonista excluye todo signo de vida para dedicarse a filmar superficies, David afirma que «tal vez es esa la belleza que busca Juan, la belleza que le proporciona grabar la sombra de su cámara sobre la persiana de un edificio». O la única belleza que nunca puede herirnos, pues siempre permanece indiferente e inalterable, a la espera de que seamos nosotros quienes le dotemos de sentido. En el fondo, el cine revela nuestro papel de trabajadores activos que, al tiempo que elaboramos (desde la ficción) diferentes versiones del mundo, modificamos nuestra percepción de la realidad. La historia de un creador y de sus imágenes, de la responsabilidad que mantenemos con nuestras ficciones y el grado de vinculación que hemos de depositar en cada autoficción. O cómo la escritura de un diario, a veces temblorosa y otras firme, describe incansablemente ese trayecto en busca de un sentido. El mismo que emprenden David Gutiérrez y Juan Bushwick a través de sus películas.